En tus manos

enero 15, 2016 Orfeo 0 Opiniones

   

Sentada, dejando que el calor de la chimenea curara las frialdades de mi alma, leía las noticias en el periódico esperando la llegada de mi marido Luis. El atentado ocurrido en Francia me dejó con el ánimo por los suelos, aquellas personas que habrían dejado a sus familiares con un vacío en sus corazones, no podía dejar de pensar en cómo se sentiría Luis si yo fuera una de esas víctimas.


Al oír el ruido de las llaves introduciéndose por la ranura de la puerta, comencé a recoger el periódico y a levantarme del sofá para atizar el fuego y avivarlo. Al entrar por la puerta del salón me preguntó por el paradero de la cena, me alegraba que me preguntara por ella, me había costado mucho tiempo hacerla. Pavo al horno, su piel quedó dorada como la arena del mar de las playas de Valencia y un poco de ensalada con tomates cultivados por mi difunta madre.


Cuando se sentó en la mesa, le cogí su cazadora y la colgué en el ropero del vestíbulo, puse el mantel y los cubiertos y cogí el pavo del horno con mucho cuidado, en la radio seguían tratando el problema del atentado. Coloqué el manjar en el centro de nuestra mesa redonda y corté un par de raciones para el compañero de mi vida. Cuando terminamos de comer esperaba alguna crítica, pero el pobre estaba tan cansado de trabajar que no tenía tiempo ni para pensar en esas tonterías, así que se fue al dormitorio y yo me quedé recogiendo.


Cuando entré en el dormitorio Luis ya estaba dormido, era tan guapo, cuando dormía se realzaban los rasgos de su rostro. Intenté moverlo hacia el lado izquierdo de la cama, pero no lo conseguía, seguí intentándolo pero se despertó, como siempre, de tan mal humor que me dijo que me fuera a dormir al sofá. Tenía toda la razón, no sé cómo se me ocurrió ir a despertarlo, estaba tan cansado de trabajar en la marmolería que no podía perder horas de sueño. El sofá no era tan cómodo como nos habían dicho, ya que el día que fuimos a comprarlo ya teníamos en mente que lo usase en las noches que él quería dormir solo en cama.


A la mañana me quedé dormida, lo supe porque Luis me despertó efusivamente agitando mi cuerpo entero. Me advirtió varias veces, para que no volviera a suceder. Era tan tonta, no sabía cuidar al mejor hombre de todo el mundo, que me quería y me mantenía en casa como una reina, que no quería verme con mala gente, ni con los vecinos que siempre hablan de vidas ajenas.


Esa noche íbamos a cenar al bar de Julián, que lo inauguraba ese mismo día y mi cuñado no paraba de recordárnoslo, a pesar del problema que tuvo desde que nos enteráramos del supuesto problema que tenía. Empecé a maquillarme antes de hacer la comida porque me iba a llevar bastante tiempo tapar las advertencias de Luis. Miré el reloj y tan sólo faltaban quince minutos para que llegara, y de nuevo, lo volvía a estropear porque no quería que se enfadara al ver que no tenía la comida. Cogí una lata de fabada y la calenté en la olla.


Por una vez, al llegar a casa, realizó una crítica positiva por el olor de la fabada que ya sabía que era de lata. No le gustaba mi cocina, pero no teníamos dinero para pagar una cocinera propia. Acabamos de comer y se fue a vestir para el evento, mientras me quedé fregando. Fui a vestirme al dormitorio para encontrar mi hermoso vestido rojo, pero recibí de nuevo otra advertencia para que me diera prisa, ya que él había terminado de prepararse y si se sentaba en su sillón ya cambiaba de idea respecto a salir de casa. Cuando bajé las escaleras me hubiese gustado recibir un cumplido por mi apariencia, pero él ya estaba fuera de casa con el coche en marcha para irnos. Era raro, no había notado que había salido de casa.


De camino al local quise aconsejar a mi marido respecto a no mencionar el "problema" que habíamos tenido con su hermano y su novio. Descubrir esa relación, para mi marido, fue la caída de un mito. Siempre he intentado unirlo y por fin ese día David me había llamado para juntar de nuevo a los hermanos. Hizo caso omiso a consejos y me sugirió que guardara silencio para no empeorar la situación.


Llegamos al local y todos nuestros familiares nos recibieron con los brazos abiertos. Nos sentamos en frente de mis suegros, todavía Julián y David no habían venido a saludarnos. Nos sirvieron la comida que había predeterminada para ese día y que era de una calidad excelente. En la mesa no se comentaba otro tema que no fuera el atentado que había ocurrido. Luis estaba cansado cuando decidió que era la hora de irnos.


Cuando fue a buscar el coche, David se acercó a pedir perdón por no haber venido a saludar, pero le había sido imposible ante la negación que tenía Julián por ver a su hermano. Ellos sabían que yo no les juzgaba por lo que eran, pero mis emociones estaban ligadas a las de mi marido y no podía estar en su bando. Me monté en el coche en cuanto vi que pasaba en la puerta del local.


A los cinco minutos del trayecto, Luis me preguntó sobre lo que habíamos hablado su cuñado y yo, pero al contarle que Julián no se encontraba bien, no confió en mi palabra y paró el coche, diciendo que si no le contaba toda la verdad, iría yo sola a casa andando. No le creía capaz hasta que me hizo un gesto con la mano en señal de expulsión. Me quedé bloqueada en la carretera, viendo como el coche seguía su camino totalmente recto en la oscura noche.


Comenzó a llover cuando me encontraba a mitad de camino, nunca me había sentido tan culpable por no haberle sido sincera a mi marido, siempre que confiaba él en mí y me cuidaba recibía ese trato por mi parte.


Al llegar a la puerta de mi casa, empapada y a punto de coger un resfriado, Luis no quiso abrirme. Le supliqué llamando incesantemente, las gotas que chocaban en la puerta se deslizaban dejándose caer hasta llegar a mi mano, que a su vez formaba un río de los muchos que habían en mi brazo. Continué llamando hasta que la puerta se abrió movida por mi marido. Me cogió del cabello, me arrastró por todo el pasillo y me ató en el pasamanos mientras lloraba y le preguntaba el porqué de sus acciones. No recibí respuesta.


Innumerables puñetazos y patadas rodearon mi cuerpo, dejándome sin energías ni siquiera para llorar o para pedir perdón. Cada golpe era un puñal en mi corazón que destruía los recuerdos de mi vida: el día en el que lo conocí, tan tímido como era, había decidido pedir mi número de teléfono. Era impensable que hubieran pasado veinticinco años de ese momento y veinticuatro de nuestra boda, donde junto a nuestros votos matrimoniales, nos juramos amor y cuidado eterno entre ambos. También se me vino a la mente el día en el que supimos que por mi culpa, no podríamos cumplir nuestro deseo de ser padres. Nada me dolerá tanto que no poder darle un hijo.


Cuando liberó su tensión en mí, me desató y cogiéndome en brazos me dejó sobre el sofá. Mi alma exhalaba su último suspiro en el mismo sillón en el que estos pensamientos habían comenzado, pero en lugar de esperar por mi marido, esperaba por mi último calmante que me daría la mayor alegría que jamás hubiera experimentado. Por fin me hallaría en paz, podía sentir como el corazón disminuía sus latidos y mis párpados comenzaban a descender, dejando como última imagen, la chimenea que todavía conservaba su calor.


Este relato, es tan sólo eso: un relato, pero por desgracia no es ficticio. Durante este año se han registrado más de cincuenta casos de violencia de género. No podemos justificar los actos por los que el agresor se ve impulsado a cometer tales crímenes. Si eres víctima de este tipo de casos o eres conocedor de ello, denuncia, llama al 016. No dejemos que la vida de las personas se rija por otra persona. Somos libres para tomar nuestras propias decisiones, sin importar los impedimentos que nos pongan por delante. Rompe con la última moda, elimina esta sucesión de intencionados accidentes, porque si hay alguien que deba pararte los pies, ese alguien, debes de ser tú. Gracias por leer este relato.



La cuerda de Diana

enero 15, 2016 Orfeo 0 Opiniones

    

Era otro día más que me despertaba dos horas antes de ir al instituto y como no conseguía dormir, me propuse recapacitar sobre lo que debía hacer para evitar a Juan y a su pandilla. Tras ese tiempo, no llegué a ninguna conclusión, sólo tuve la opción de seguir tragando con el problema.


El despertador sonó a las siete de la mañana para advertirme de que ya era el momento de empezar a prepararme psicológicamente. Me levanté de la cama, escogí la ropa que no quería desperdiciar y me metí en el baño. Desabrochando botón a botón, observaba mi pecho estrenando un nuevo hematoma. Una vez que mi cuerpo se encontraba totalmente al desnudo, observé cada uno de los rincones que lucían las manchas.

- Laura, es hora de irnos. – Me advirtió mi madre desde el exterior del baño una vez había finalizado de ducharme.

- Voy enseguida… - Contesté dubitativa.

Me subí en el coche sin haber desayunado, me hacía sentir muy pesado en el estómago. Contemplaba cada uno de los lugares que visitábamos a lo largo de los días de camino al instituto, eso me ayudaba a pensar. Mi madre no perdía la ocasión de preguntarme cada mañana sobre mi estado anímico y cómo me iba la vida académica. No pude decir otra cosa que “como siempre”.

Al bajar del coche, me quedé paralizada ante el instituto, observando la gente que entraba y salía. Por el momento, no había señales del paradero de Juan y la pandilla, por lo que decidí adelantarme para no verlos y entrar en el instituto. Raquel todavía no había venido y salí del centro. Llegó la hora de subir a clase y la llegada de Raquel se sincronizó con el timbre.

Entré en clase y me coloqué en mi sitio, justo enfrente del profesor, para que este fuera capaz de ver las acciones de mis compañeros. Justo antes de comenzar la clase de Filosofía, llegó Juan sin la compañía de sus colegas. Fue la primera clase en la que pude atender sin ningún inconveniente. Al acabar, la gente decidió ir a casa ya que ningún profesor, excepto el de la materia anterior, había venido al instituto por la huelga de profesores y yo no iba a ser menos. Decidí llamar a mi madre para que viniera a buscarme.

Justo en la rotonda que conectaba el instituto con la calle, percibí una presencia a mi espalda y estaba claro que no era el frío. De pronto, noté que un dedo me había dado varios toques en el hombro, miré rápidamente atrás y bajé la mirada al comprobar que era Juan. Con su mano derecha me agarró del mentón y me elevó la cabeza para mirarlo a los ojos.

- Tranquila, no he venido con esas intenciones, quiero cambiar y para eso debo empezar por pedirte perdón.

Todo lo que tenía que decirme después de todas las veces por las que había sufrido por su acoso constante, era un simple perdón. Eso hizo imaginarme un haz de luz entrando en una nube oscura que provocaba un claro en la penumbra. Puede que actuara inconscientemente al mostrarle una pequeña sonrisa y decirle:

- Gracias de verdad. – Mostró una mueca de liberación después de mi intervención. – No sabes como te agradezco que me pidas disculpas.

- ¿Te apetece tomar algo mañana para demostrarte que no te miento? – Mi interior me pedía que no aceptara, pero mi corazón pedía darle una oportunidad.

- De acuerdo. – Justo en ese momento, llegó mi madre para recogerme y él al verla me despidió con un beso en la mejilla.

Vi la reacción de mi madre cuando me subí en el vehículo, pero se ahorró sus palabras con mi mirada que transmitía la orden “cállate”. Cerré la puerta y al arrancar, mi madre inició el interrogatorio de grado cinco. Ella no entendía mi relación con él del mismo modo que yo no entendía el significado de aquel beso.

Al llegar a casa empecé a revisar mi armario para la cita, pero seguía sin comprender esa situación. Esa tesitura no me hacía recordar que él había sido la razón por la que había pasado noches en vela y por la que habían aparecido marcas en mi cuerpo, por lo que podía llegar a ser un problema a la hora de analizar las acciones que tendría en la cita. También pensaba en que la gente puede cambiar, ese fue el motivo por el que asistí a la cita al día siguiente.

Había pasado una noche terrible, pensando en si sus intenciones serían serias o si se trataba de otro truco, pero en la vida tenemos que dar segundas oportunidades. Habíamos quedado en el parque de Freixeiro, un lugar íntimo y a la vez público que conectaba con la carretera. Decidí ponerme un vestido con estampado de flores, que solía representar la frescura del Carpe Diem, por lo menos es lo que nos había dicho la profesora de Lengua Castellana.

Opté por esperarlo en un banco del mismo parque, en concreto en uno de los que se situaba bajo el puente. Mirando al infinito, vi como se aproximaba Juan, vestido con una sudadera y un pantalón de chándal negro. Ese día mis sentimientos no estaban definidos, por primera vez encontraba a mi compañero de clase bastante atractivo. Me levanté del banco y le di dos besos en señal de saludo, él me dio la mano y decidimos caminar a lo largo del parque.

Mantuvimos una larga conversación mientras paseábamos por el camino, ahí descubrí que no era lo que aparentaba ser. Por la conversación deduje que era una persona dulce y romántica, que sabía cuidar de sus seres queridos y en diversas ocasiones había entendido que sentía algo hacia mí.

No paraba de hacerme reír hasta que llegó el momento en el que el silencio se adueñó de nuestra conversación y la única salida que encontró fue darme un beso. Millones de sensaciones pasaron por mi cuerpo, alegría y tristeza se batieron en duelo en mi mente y tanto el miedo como la diversión, establecieron la tregua para dejarme descansar y sentir sus labios en contacto con los míos. Décimas de segundo me hicieron sentir confusa al ver el destello de sus ojos irradiarme seguridad.

Me ofreció ir al punto más apartado del parque, junto a unos arbustos que nos garantizaban la privacidad que necesitábamos. Nos tumbamos en el césped aprovechando que no estaba mojado por los días de sol que habían permanecido a lo largo de la semana. Su mano no paraba de rozarme la mejilla a la vez que sus labios continuaban ofreciéndome esos besos de lujuria y pasión desenfrenada. En el momento en el que su otra mano fue acelerando el ritmo dejándola bajar hacia mi cintura, intenté aminorar, pero dejó de acariciarme el rostro para sujetar mi mano, limitadora del ritmo.

Toda la pasión sentida anteriormente pasó a convertirse en terror, un miedo que casi era palpable y que se canalizaba a través de mi cara. Para mi sorpresa, los colegas de la pandilla de Juan salían de su escondrijo situado en los arbustos, riéndose de la situación a la que estaba siendo sometida en el lugar más remoto del parque donde ni el más irritante sonido sería escuchado en la zona transitada.

Juan comenzó a subirme la falda y otro de sus amigos empezó a sujetarme de las muñecas para no oponer resistencia.

- ¡Aguantádmela ahí! – dijo Juan al mismo tiempo que empezaba a desabrocharse el pantalón y a bajarlo.

- ¡Vamos tío, es tu oportunidad!- sus secuaces no paraban de animarlo mientras que yo manifestaba mi rabia con lágrimas y con la agitación de mis extremidades.

Por más que intentara resistirme, Juan me había hecho sentir cosas que nadie había conseguido. Construir castillos en el aire respecto a nuestro futuro había sido el puñal más doloroso que nadie pudo haberme clavado. Noté el roce de su miembro acercándose a mi juventud, poco a poco mi alma se iba desgarrando, marchitando la esperanza de ser salvada.

Su brusquedad fue lo que todavía sigo sintiendo en este momento. Al terminar, se fueron, dejándome sola, tirada en el césped del lugar más oscuro del parque natural, con la ropa arrugada y resquebrajada. No había parado de llorar hasta que mi madre llamó para avisarme de su llegada a la entrada del parque.

Intenté disimular las secuelas que me habían dejado y estiré las mangas del vestido para tapar las marcas de mis muñecas. Al llegar a casa, fui al cuarto de baño de mi dormitorio y cogiendo las tijeras del botiquín, empecé a rememorar todos estos acontecimientos desde la mañana del día anterior. Con la cuchilla de la tijera, comencé a ejercer intensidad en mi muñeca y a deslizar en sentido vertical. Un río de sangre comenzaba a circular por mi brazo. Cada segundo que continuaba la trayectoria del corte, intensificaba el dolor de todo el tornado de emociones que me han hecho sentir en tan sólo dos días.

Ya no tenía fuerzas para continuar con el corte, mi cuerpo se desplomó en el suelo del cuarto de baño, atrayendo la atención de mis padres, que habían venido desde el piso de abajo para no dejar de llamar a la puerta e intentar que yo saliera. En vista de la ausencia de mi respuesta, mi nublada y borrosa visión, me permitió ver como mi padre tiraba la puerta abajo acercándose con rapidez hacia mí, pero desgraciadamente, ya era demasiado tarde.